Un rostro de mujer bajo una máscara de soldadura. Una escena que rompe con los clichés sexistas, pero que Iris Magaly Cárdenas Salas protagonizaba en la empresa familiar de metalmecánica que dirigía en su Perú natal. Hasta que le extorsionaron. Ahí comenzó una huída por toda Sudamérica y, en 2019, un cliente de Noáin le convenció para que viniera a probar suerte a Pamplona. Ahora intenta empezar una nueva vida junto con su familia y demostrar en Navarra su valía para la soldadura, por encima de todas las trabas que, debido a su condición de mujer migrada, le han encasillado en el trabajo de los cuidados y la limpieza. La participación como actriz en la obra Aporofobia stop con su marido le ha permitido volver a gozar de la cultura, que tanto disfrutaba cuando podía permitírselo.
¿Cómo era tu vida en Perú?
Mi marido y yo nos repartíamos las labores de dirección de nuestra empresa familiar de metalmecánica: él era matricero, por lo que se encargaba del área técnica, y yo llevaba la logística, ya que estudié contabilidad. Formamos una familia y nos iba bien. En el tiempo libre nos gustaba ir al teatro y a conciertos. Cuando llegamos aquí, tanto CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) como París 365 nos dieron entradas para distintas obras, y yo iba a verlas incluso repetidas.
Resulta significativo que el ocio pasase de ser algo cotidiano a un lujo para ti. ¿En qué momento cambió todo?
Mi vida se torció cuando contratamos a una persona que creíamos que era de confianza, pero resultó ser un extorsionador. Llegó una ola de refugiados de Venezuela y decidimos priorizarlos en la contratación de vacantes, para ayudar. Tanto mi marido como yo somos personas muy confiadas, quizá demasiado, y lo pusimos a trabajar a mi costado. Creyó que teníamos mucha plata, aunque no fuéramos personas pudientes, y empezó a acosarme sexualmente. Como vio que no conseguía nada, pasó a la violencia. Un día me secuestraron, me metieron en un coche y me amenazaron a punta de pistola. Empezaron a extorsionarnos y mi esposo me dijo que me fuera. La empresa estaba a mi nombre y él no tenía miedo, así que se quedó cuidando de los hijos y yo me marché por toda Sudamérica a intentar expandir el negocio. Por desgracia, la realidad que me encontré en otros países fue la de una corrupción similar a la de Perú. Un día le expliqué mi situación a un cliente de Noáin, en Navarra, que nos había contactado por los bajos costes de la producción de metalmecánica en Perú, y me preguntó si había pensado en ir a España. Tras hablarlo con mi esposo, decidí dar el paso con apenas una maleta y unos 1.400 euros, con la intención de reunirnos de nuevo cuando me hubiera asentado.
¿Qué tal te fue a tu llegada?
Aterricé en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y cogí un autobús a Pamplona siguiendo las indicaciones de una amiga que vivía en Zaragoza, pero que en ese momento se encontraba en Lima. Cuando llegué a la estación de autobuses de Pamplona, empecé a preguntar por la calle a ver si alguien sabía de alguna habitación en alquiler, y tuve la suerte de dar con un hombre que me pasó el teléfono de otra persona que ofrecía un dormitorio por 300 euros al mes. No tenía alternativa, así que le llamé y le alquilé el cuarto.
¿A dónde recurriste después?
A Cáritas. Allí me explicaron el funcionamiento del sistema, la importancia de empadronarme y cómo hacerlo. Les dije que pronto me iba a quedar sin dinero y me pusieron en contacto con París 365 para que me solucionaran el tema de la alimentación. Eso me quita mucho estrés, mientras que el tema de la vivienda es una batalla perdida por los precios que hay. En el París conocí a una trabajadora social llamada Sofía, una persona excelente, un ángel. Seguí sus indicaciones para que me concedieran el arraigo social y laboral: me puse a estudiar y trabajar. Me inscribí en el Servicio Navarro de Empleo e hice cursos de soldadura, de carpintería metálica, de mecanizado, de puente grúa, de plataforma elevadora, de carretilla y de competencias clave, lo que me permitió demostrar que tengo la ESO.
¿Sufriste muchas trabas burocráticas?
Sí. Por ejemplo, me costó casi un año poder abrir una cuenta en La Caixa. En los servicios sociales me dijeron que debía casarme, pero para ello cobran 5.000 euros. ¿De dónde los saco? También me preguntaron a ver por qué no tenía un hijo aquí. Les contesté que no había venido ni a casarme ni a tener más hijos, que precisamente había venido por darles un mejor futuro a los dos que tengo. Hasta me recomendaron meterme a vivir con una mujer y decir que es mi pareja, porque las personas homosexuales tienen facilidades específicas por la discriminación que sufren. También me negué. “Entonces intentas regularizarte por la vía más difícil”, me advirtieron. Digamos que podía haber cogido distintos atajos para llegar a donde quería, pero prefiero enseñar a mis hijos que las cosas cuestan dinero. Además, si hubiera seguido cualquiera de esos consejos, estaría avalando al sistema, por muy injusto que me parezca.
Has conseguido regularizar tus papeles?
Esa es otra batalla perdida. Las personas en mi situación tenemos lo que se llama la tarjeta roja, un documento que hay que renovar cada seis meses para poder trabajar y estudiar. Pero en enero me llegó la denegación de asilo, por lo que no pude renovar la tarjeta y ahora la tengo caducada. Aun así, considero que tuve suerte porque normalmente te citan en delegación, donde es un secreto a voces que no se debe llevar la tarjeta roja, debido a que te la quitan. En mi caso, la denegación llegó por correo, así que por lo menos conservo la tarjeta. Es decir, en la práctica estoy en una situación legal porque estoy empadronada y sigo trabajando y cotizando, pero sin un documento en regla que acredite que en teoría puedo hacerlo.
¿Es más difícil trabajar en esa situación?
Lo que es más difícil es trabajar de lo tuyo y acreditar tu experiencia en el país de origen. Especialmente en el caso de una mujer como yo, que quiere demostrar su valía en un sector exclusivamente de varones, como es el de la metalmecánica. Tenía atado un contrato como soldadora, pero la empresa me dijo que podría empezar a trabajar cuando tuviera todos la documentación en regla. Mientras tanto, estoy por horas en una empresa que gestiona el cuidado de personas mayores. Ahí resulta que no hay tanto problema para contratarme. Me dijeron que en Europa había más libertad e igualdad, pero mi experiencia hasta ahora es que sólo puedo acceder al sector de la limpieza y los cuidados por el hecho de ser madre. En Perú las mujeres mueven el país. Tal vez porque, en muchos casos, ser madres solteras les ha obligado a trabajar y salir adelante por los hijos.
¿Qué hay de los tuyos?
En noviembre llegó Dante, mi esposo, con nuestro hijo. En Perú sólo se ha quedado mi hija, hasta que termine su carrera de Medicina para ser cirujana. A pesar de nuestra situación, aquí es más fácil poder pagar sus estudios, ya que en Perú era un lujo que no nos podíamos permitir aunque Dante y yo trabajásemos de sol a sombra. Nuestra prioridad es que nuestros hijos se formen antes de ponerse sólo a trabajar. Si pueden ayudar trayendo dinero a casa, mejor, pero lo primero es estudiar.
En medio de tanto ajetreo, imagino que el teatro ha sido un espacio de respiro.
Sí, y eso que vino como mera casualidad. Al principio, mi esposo ni siquiera quería participar, pero yo le convencí. Realmente cuando me lo comentó Marta, la trabajadora social de París 365, pensé que consistía en ayudar en labores como el vestuario o la preparación del escenario. En la prueba inicial había gente de culturas tan distintas como las de Brasil, Marruecos, Guatemala o Haití, pero todos teníamos en común que estábamos viviendo una situación difícil y, por lo tanto, teníamos una historia que contar. La directora fue sacando pedacitos de cada una para dar forma a la obra. Poco a poco, a medida que nos íbamos tomando más en serio los ensayos, también fuimos fraternizando entre nosotros hasta llegar a ser una familia.
Finalmente, el público salió con la sensación de haber visto una obra totalmente profesional.
Así es, y con el añadido de que la gente era consciente de que no estaba viendo una obra de ficción, sino que representábamos nuestra propia realidad. A pesar de eso, nos preguntaban sorprendidos si de verdad no éramos actores y actrices profesionales. Fue realmente emotiva la reacción del público. Desde el escenario me fijaba en cómo muchas personas se retiraban la mascarilla para secarse las lágrimas con el trapito. Incluso cuando no podía actuar en la obra porque trabajaba, me daba un paseo a la salida del teatro para ver las felicitaciones del público a mis compañeros. La familia para la que trabajo también vino a verme, y la señora a la que cuido me dijo que le conmovió mucho mi historia. El teatro me ha ayudado a recuperar la confianza que había perdido por todas las veces que me han rechazado en la metalmecánica por ser mujer migrante.
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